
El caso del crimen en el Silencio del Confinamiento 301n4q
Descripción de El caso del crimen en el Silencio del Confinamiento b523l
Abril de 2020. Playa del Inglés, Gran Canaria. Las calles, desiertas por el confinamiento, se ahogan en un silencio opresivo. En la calle Helsinki, un apartamento modesto oculta su interior tras cortinas cerradas. El zumbido de un televisor se mezcla con el crujir de un plástico en el suelo. Un aroma extraño, casi imperceptible, se filtra bajo la puerta. Algo ha sucedido tras esas paredes, un secreto que la isla guarda en su calma engañosa. 6s1b2e
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Abril de 2020. Playa del Inglés, Gran Canaria. Las calles, desiertas por el confinamiento, se ahogan en un silencio opresivo. En la calle Helsinki, un apartamento modesto, oculta su interior tras cortinas cerradas. El zumbido de un televisor se mezcla con el crujir de un plástico en el suelo. Un aroma extraño, casi imperceptible, se filtra bajo la puerta.
Algo ha sucedido tras esas paredes, un secreto que la isla guarda en su calma engañosa.
Esto es, Crímenes que marcaron España. Uy.
El caso del crimen en el silencio del confinamiento. Detrás de los hechos, conozcamos las personas clave de este relato. María Dolores Illan, Loli, tenía 59 años en el momento en que su nombre comenzó a ocupar titulares. Había nacido en 1961, en Cataluña, y durante buena parte de su vida había vivido en Vilasar de Mar, una pequeña localidad costera en la provincia de Barcelona. Loli era una mujer de estatura media, con una complexión robusta y el cabello rubio, siempre corto, enmarcando su rostro de líneas suaves.
Pero lo que más destacaba de ella eran sus ojos, castaños, profundos, con una especie de tristeza silenciosa que no desaparecía del todo. Una melancolía sutil, constante, como si llevara demasiado tiempo conviviendo con las cicatrices que no se ven. Madre de dos hijas adultas, Loli había compartido décadas de vida con su marido, Miguel Gallego. En 2014, tomaron juntos una decisión que parecía prometer un nuevo comienzo.
Se mudaron a Gran Canaria. Buscaban tranquilidad, luz, un lugar donde el tiempo pasara más despacio. Se instalaron en Playa del Inglés, en el sur de la isla. Allí, Loli empezó una rutina sencilla. Paseaba por el centro comercial tropical, donde ella era habitual verla sentarse, sola, en una cafetería, tomar un café con leche, observar la vida pasar.
Saludaba con una sonrisa tímida. Nunca fue de llamar la atención. Era una mujer reservada, introspectiva, que prefería observar antes que hablar. Pero lo más íntimo de ella no lo compartía con nadie. Lo escribía, llenaba cuadernos con anotaciones, pensamientos, reflexiones. Escribir era su refugio, su forma de ordenar el caos, de mantenerse a flote. También había atravesado episodios de depresión. No hablaba mucho de ello, pero era parte de su historia, parte de su forma de estar en el mundo. Miguel Gallego Pousada. Tenía 70 años.
Nacido en 1950, Miguel era el esposo de Loli desde hacía muchos años. Había sido guardia civil, destinado en la agrupación de tráfico, y aunque estaba jubilado desde hacía tiempo, su manera de moverse, de hablar, de ocupar el espacio, seguía impregnada por la disciplina de su antiguo oficio. De estatura media, con el cabello ya gris, y el rostro siempre sereno, Miguel tenía ese aire de hombre que parece no haber roto nunca un plato. Así lo describían algunos vecinos.
Transmitía calma, imperturbable, cortés, educado, medido, decía lo justo, nunca una palabra de más. En Gran Canaria, llevaba una vida meticulosamente ordenada, junto a Loli. Compras en el supermercado, paseos por la calle Helsinki, tardes tranquilas en el apartamento que compartían. Era un hombre metódico, rutinario, que encontraba consuelo en lo predecible. En casa, su rincón era el taller, herramientas organizadas por tamaño, cada cosa en su sitio. Nada fuera de lugar, un reflejo directo de su pasado en la guardia civil.
Las hijas de Loli, dos mujeres jóvenes, nacidas en los años 90, vivían en Barcelona, donde se habían labrado un futuro con independencia. Eran profesionales, seguras, con carácter fuerte, heredaron de su madre firmeza, que se manifestaba en la forma de hablar, de tomar decisiones, de cuidarse a sí mismas, y entre ellas. Habían crecido en Vilasar de Mar, pero hacía tiempo que la vida las había llevado por caminos distintos. La relación con su padre, Miguel, era más bien distante. Fría, con su madre, Loli.
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