
Descripción de LOS PECADOS DE SARADINE 555619
En sus vacaciones, Flambeau decide aceptar la invitación del príncipe Saradine. Sin embargo, no todo es lo que parece. 5l6u62
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Los pecados de Saradín.
1911. Gilbert Kate Chesterton. Los pecados de Saradín.
Cuando Flambeau cerró su oficina de Westminster para disfrutar de su mes de vacaciones, decidió pasárselo a bordo de un bote de vela tan pequeño que casi siempre lo manejaba a remo.
Además, Flambeau navegaba por los ríos de las provincias orientales, ríos tan pequeños que el bote parecía una embarcación mágica que flotara sobre la misma tierra, sobre Las Vegas y Las Mieses.
El barco tenía sitio para dos pasajeros y capacidad estricta para las cosas más necesarias.
Flambeau, pues, lo había llenado con todas las cosas que, según su filosofía, eran indispensables.
Reducianse éstas, al parecer, a cuatro capítulos esenciales.
Lata de salmón, para alimentarse.
Revólveres cargados, para caso de guerra.
Una botella de brandy, sin duda por si desmayaba.
Y un sacerdote, tal vez, para caso de muerte.
Y con este ligero equipaje empezó a recorrer los serpenteantes y pequeños ríos de Norfolk, tratando seguramente de llegar a las anchuras de los Broads, pero divirtiéndose de paso con los jardines y vegas, las mansiones y aldeas que se reflejaban en el agua, deteniéndose a pescar en los tanques y recodos, y acariciando la playa en cierto modo.
Flambeau, como verdadero filósofo, no tenía ningún propósito para sus vacaciones, pero tenía, como verdadero filósofo, un pretexto.
O más bien, tenía un semipropósito, y lo tomaba a lo bastante en serio para que su éxito, sí lo lograba.
Fuera la corona de sus vacaciones, y lo bastante en broma para que su fracaso, cita la caesía, no echara a perder las vacaciones.
Hacía algunos años, cuando fue el rey de los ladrones y la figura más notable de París, solía recibir extraños mensajes de aprobación, denuncias y hasta declaraciones de amor.
Pero uno de estos mensajes, entre todos, sobrevivía en su memoria.
No era más que una tarjeta de visita, metida en un sobre que llevaba el sello de Correos de Inglaterra.
En el dorso de la tarjeta, escrito en francés y con tinta verde, se leía, «Si alguna vez se retira usted y se vuelve persona honrada, venga usted a verme.
Tengo deseos de conocer a usted, porque he conocido a todos los grandes hombres de mi época.
Esta jugada de usted de coger a un detective para arrestar por medio de él a los demás, es la escena más espléndida de la historia sa».
Y en el anverso de la tarjeta, con elegantes caracteres grabados, aparecía este nombre, «Príncipe Saradín, Casa Roja, Isla Roja, Norfolk».
Flambiú no había vuelto a acordarse del príncipe, y sólo sabía que, en su tiempo, aquel hombre llegó a ser la actualidad mundana más brillante de toda la Italia meridional.
Según aseguraban, en su juventud se había fugado con una mujer casada, de su mismo mundo, y aunque en tal ambiente semejante aventura no tenía nada de inusitado, produjo una gran impresión por la tragedia a que dio lugar, el suicidio del marido injuriado que, según parece, se arrojó por un precipicio de Sicilia.
El príncipe se fue entonces a vivir a Viena por algún tiempo, pero se aseguraba que después se pasó la vida en continuos y agitados viajes.
Y cuando también Flambiú, al igual del príncipe, se desapoyó de la celebridad europea y se estableció en Inglaterra, se le ocurrió hacer una visita de sorpresa al ilustre desterrado de «Los Brods de Norfolk».
Cierto que no estaba seguro de dar con el sitio, harto, insignificante y pequeño, pero a la postre lo descubrió, y mucho antes de lo que se figuraba.
Una tarde amarraron el barco a una ribera llena de matojos y árboles podados.
Tras la fatiga del mucho Bogar, el sueño se apoderó de ellos muy temprano.
Y por lo mismo.
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