
Descripción de CHIMBOS Y CHIMBEROS 583r4m
Cuando llega la temporada de caza, los bilbaínos se entregan a ella con entusiasmo. k543m
Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
Chimbos y chimberos. 1892. Miguel de Unamuno.
Primero. Dejaron el escritorio el sábado. Al anochecer. Como llovía un poco, se refugiaron en la Plaza Nueva, donde dieron la mar de vueltas comentando el estado del tiempo próximo futuro.
Al separarse, dijo Michel Apache, «Mañana a las seis, en el cimenterio, ¿eh?». «¿En el cementerio? Bueno, sin falta». El otro dio una cabezada, como quien quiere decir sí, y se fue. Reconcho, qué noche. Enfiló al cielo la vista. Así, así. Soplaba noroeste, maldito viento gallego.
El cielo gris destilaba sidimidi, con aire aburrido. Pasaban nubarrones, también como aburridos, pero, quía, las golondrinas iban muy altas. Se frotó las manos diciéndose «Esto no vale nada».
Subió de dos en dos las escaleras, y a la criada que le abrió le dijo «Nicanora, mañana ya sabes».
¿A las cinco? A eso de las diez se levantó de la mesa, fue al balcón, miró al cielo y el fraile, y se acostó. El demonio dormía. Revoloteaba por la alcoba un moscardón, zumbando a más y mejor.
Michel sintió tentaciones de levantarse, apostarse en un rincón y, cuando pasara, ¡pum! Deserrejarle un tiro a quemarropa. A las seis en el cementerio de Santiago. Había que levantarse, lavarse, vestirse, revisar la escopeta ya limpia, tomar chocolate o ir misa de cinco y media en Santiago, pues no son pocas cosas. Lo menos había que levantarse a las cinco. No, mejor a las cuatro y media.
Estuvo por levantarse e ir a dar la nueva orden al cuarto de la criada. Sacó un brazo, sintió el fresco y se arrepintió. Dio media vuelta y cerró los ojos con furia, empezando a contar uno, dos, tres, etcétera. ¡Maldito moscón! ¡Qué perdigonada se le podía meter en el cuerpo! ¡Qué mosconada bajo la parra! El moscón empezó a crecer hasta llegar tamaño como el chimbo.
Acudieron otros más y se llenó el cuarto de moscones chimbos. Él se acurrucó en un rinconcito bajo una parra y tiro va, tiro viene. A cada tiro derribaba un moscón chimbo que caía desplomado en la cama, convertida en gran casuela y donde al punto quedaba frito. Luego pasaron volando merlusas, lenguas, sarvos, chipirones.
Oyó que uno de sus compañeros gritaba a lo lejos, «¡Las dos y nublado!» Luego la misma voz más lejos, mucho más lejos. Enseguida cayó él mismo en la casuela y se despertó en la cama. Oyó despierto a las tres. Volvió a dormirse y volvió a despertar. «¡Arriba!» Fue al balcón en calzoncillos. Empezaba a aclarear. Algunas nubes.
Todo ello era la bruma de la mañana porque el fraile tenía medio descubierta la calva. Abrió un poco el balcón y sacó la mano. Se lavó y vistió el traje viejo, botas de correas y bufanda.
Sacó la burjaca y salió del cuarto. Nicanora en la cama. Estaba acostumbrada a esperar que el señorito se levantara antes de la hora de llamada. «¡El chocolate, mujer de Dios!» Al rato salió Nicanora diciendo, como diría un cómico, «¿Dónde estoy?». «En todavía...» Mi hombre se abrazó el paladar con el chocolate. Se echó al hombro la vieja escopeta de pistón y a la calle.
Su madre le gritaba desde el cuarto. «Luego con cuidado, ¿eh?» Empezó a recorrer, como alma en pena, las calles desiertas hasta que dieron las cinco y media. Vio algunos perros. Al churrero melancólico y a los serenos que se retiraban. En la puerta de San Juan algunas viejas acurrupaditas esperaban a Lucas. Llegó al cimontorio y, al toque de las cinco y media, entró en la iglesia, fría como bodega, llena de criadas y hombres de boina. Poco antes del azar entró Michel. «Esta misa no te sirve».
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